La luz de la luna ilumina tenuemente el Patio del Altar, pero cuando te acercas a la imagen de la Virgen, algo cambia. La estatua parece relucir con una intensidad inusual, como si respondiera a tu presencia. Al pie de la Virgen, yace el cuerpo inerte de «El Lince», y aunque todo en ti te dice que deberías ser capaz de moverlo, hay una fuerza invisible que lo retiene.
Te aproximas lentamente, sintiendo una presión creciente en el pecho, como si la estatua te estuviera advirtiendo. Es entonces cuando lo percibes, no con los ojos, sino con el alma: el poder de la Virgen está interviniendo de alguna manera.
Sientes un escalofrío que te recorre el cuerpo al acercarte. Al dar un paso más, un escalofrío recorre tu espina dorsal, como si una presencia invisible te advirtiera que no sigas. El resplandor de la Virgen aumenta, su luz cegadora. De repente, lo entiendes: su intervención está impidiendo que el cadáver sea movido de su lugar. Es una barrera que no puedes cruzar, una fuerza sagrada protegiendo el cuerpo.
No emite ninguna luz visible, pero el resplandor de la Virgen casi te obliga a retroceder. Al intentar acercarte más, la luz de la Virgen se vuelve casi insoportable. Es como si sus ojos tallados te siguieran, su resplandor obligándote a retroceder. No es una luz real, está todo en tu mente, pero el mensaje es claro. Comprendes con una rotundidad abrumadora que la estatua no permitirá que nadie toque o mueva el cadáver. Sientes una presencia divina, una advertencia clara de que cualquier intento de forzar la situación podría traer terribles consecuencias.